sábado, 13 de diciembre de 2008

DAR LA MUERTE DE JACQUES DERRIDA

A la memoria de Esther...

“Ponme como un sello sobre tu corazón, como una marca sobre tu brazo:
porque fuerte es como la muerte el amor;
duro como el sepulcro el celo:
sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama”.
(Cantares 8,6.)
PRESENTACIÓN

Hace pocos días se cumplió un año de la muerte de Jacques Derrida. A manera de conmemoración nos hemos reunido aquí para hablar de su aportación dentro de un marco que se presenta como “Sexto Coloquio Internacional sobre Humanismo en el Pensamiento Judío”[*]. Sería justo abordarlo desde una perspectiva que le permita estar presente en su ausencia.
Hay varias preguntas que nos estaría haciendo y que en su homenaje no podemos ignorar. Nos recordaría que “Jacques no ha querido ritual ni oración” [**], nos pediría también que no lo invitemos a un evento que contenga el término “judío”, sin haberle colocado alguna marca tipográfica que le permita “salirse” de su cerco. Con respecto a su pensamiento no invitaría a “desarticular” las palabras a partir de las palabras, para que las propuestas afloren de su desconstrucción. Parecería que para hablar de Derrida habría que pedirle permiso. Sin embargo, nada le molestaría más que esta exigencia, nada lo haría más infeliz que saberse abordado, si no es a partir de un sentido crítico.
¿Por qué preocuparnos por respetar lo que un muerto hubiese querido? Ya no está, ¿A quién le faltaremos, a su espectro? Por otro lado, ¿No es acaso de lo que se trata cuando se hace un homenaje a un fallecido? El invocar su presencia en la convicción de su irreparable ausencia. Desde esta extraña paradoja que se inscribe como las palabras acuñadas en una lápida, se buscará una aproximación donde el filósofo y su pensamiento conserven la finitud de la experiencia y la trascendencia del legado. Estamos convocados a entablar un coloquio donde la muerte de Jacques el hombre y el tema de la muerte de Derrida el pensador, justifiquen presentarlo como un judío.
1. LO JUDÍO

Con respecto a su filiación con el judaísmo el pensador argelino mantuvo sus reservas. En un Coloquio de Intelectuales Judíos de Lengua Francesa que se realizó en París en diciembre de 1998 señaló: “A propósito del <>, prefiero confiarles, y quizá confesar, (...) que, antes de convertirse en lo que llaman ustedes un <>[hablando de sí mismo en tercera persona] fue un joven judío de la Argelia francesa.” [1] Refiriéndose a esa época de su vida comenta que por un lado fue segregado por los antisemitas y por el otro se sintió ajeno a lo que definió como “comunitarismo exclusivo”[2] que hacía de la vida comunitaria judía otra forma de segregación. Como resultado de esta experiencia nos comenta, hablando de sí mismo: “el niño del que hablo tuvo que romper entonces, de forma tanto irreflexiva como reflexiva, por los dos lados, con esos dos modos de pertenencia exclusivos, y en consecuencia excluyentes.”[3]

Para definir su ubicación frente al tema de la identidad, Jacques Derrida recuperó la figura del Cripto-judío y se declaró “una especie de marrano paradójico”[4] el cual expresaba su rechazo al sectarismo y su anhelo de universalidad pero también el conflicto de traicionar a los suyos. En la soledad de una identidad secreta que se rebeló silenciosa ante la opresión excluyente, el pensador encontró un nombre que se resistía a ser encasillado, un espacio sin lugar. No faltaron antisemitas que lo agredieron por de judío o judíos que lo acusaron de antisemita por su apoyo a la causa palestina. Esta situación paradójica, esta reducción a un individualismo radical, lo llevaron a encontrar un camino muy propio “llegando hasta el riesgo de seguir siendo el único y el último de los judíos”.[5] Regresaremos a esto más adelante, para comprender como se muere y se da la muerte desde el absoluto individualismo de la fe al que el pensador define como “marranismo paradójico”.

2. ANTE SU PROPIA MUERTE

El tema de la muerte ocupó a Derrida, quien consideraba que: “Cada uno debe asumir, (...), su propia muerte, a saber, la única cosa del mundo que nadie puede dar ni quitar.”[6] En este contexto, la defunción del hombre no puede pasar inadvertida como corolario póstumo de sus reflexiones. Nos referimos más bien al moribundo, a aquel que ya se prepara para dejarnos. En esta frontera, en donde el deseo de permanencia se rebela contra la conciencia del fin absoluto, nos encontramos con un documento donde el vivo habla desde su tumba. Bruno Clément comenta[7] que, lo que a continuación presentaremos, es un escrito que Jacques dejó para que su hijo Pierre lo leyera en su sepelio.

“Jacques no ha querido ritual ni oración [fúnebre]. Sabe por experiencia qué dura
prueba es ésta para el amigo que deba ocuparse de ello. Me pide que les agradezca
el haber venido; que los bendiga, que les ruegue que no estén tristes, que piensen
sólo en tantos momentos felices, en la dicha que ustedes le proporcionaron al
compartirlos con él.
Les pido que me sonrían, dijo, como yo les habré sonreído hasta el final.
Prefieran siempre la vida y reafirmen sin descanso la supervivencia …
Los quiero y les sonrío desde donde quiera que me encuentre.”[8]

“Ni rituales ni oraciones”, escribe, tampoco quiere que nadie se despida de él ante su tumba, los quiere a todos sonrientes, felices, a pesar del dolor de perderlo. Cómo interpretar este último documento, que sentido darle a su voluntad final. Parece un regalo para aquellos que lo sobreviven, una manera de darles su muerte. Pero que sucede con el duelo, cómo privarles a los cercanos la posibilidad de despedirse. Pero quién es él, si ya no está cuando ha muerto. Es un espectro que habla desde un papel, es la voluntad de una conciencia ausente, la voz de un recuerdo que regala su olvido.

Ante estas solicitudes que llegan de ultratumba, los amigos tampoco quedan bien parados. A quién le cumplen, a la voluntad de aquel que no está. Quién es él para decirles como recordarlo o cómo superar su dolor o compartir su pérdida. Cómo justificar su fidelidad al que ya se fue. ¿No es esto acaso otra forma de ritual? No es otra forma de hacerle un culto al muerto.

3. LA HERENCIA DE SADE

En una conferencia pronunciada el 15 de julio de 1992[9] al abordar los trabajos de Philippe Ariès se detiene a reflexionar sobre el testamento del Marques de Sade, citado por el autor, para cuestionar su interpretación. A continuación presentamos la cita a la que Derrida hace referencia:
“(...)que se envíe una nota urgente al señor Le Normand, (...) a fin de pedirle que vaya él mismo, seguido de su carreta, en busca de mi cuerpo para ser transportado(...)quiero que sea depositado sin ninguna ceremonia, en el primer matorral espeso(...) Podrá hacer que le acompañen en dicha ceremonia, si quiere, aquellos parientes y amigos míos que, sin ningún tipo de parafernalia, hayan querido darme esa muestra de afecto. Una vez recubierta la fosa, encima se sembrarán bellotas, a fin de que, (...)las huellas de mi tumba desaparezcan de encima de la tierra, igual que yo me precio de que mi memoria se borrará del espíritu de los hombres, (...)con la excepción,(...), del reducido número de aquellos que han tenido a bien quererme hasta el último momento y de quienes me llevo un dulce recuerdo a la tumba”[10]

Al comparar los dos testamentos no podemos dejar de pensar que las palabras del Marqués estuvieron presentes en la conciencia moribunda del filósofo, por lo que sus comentarios acerca de esta forma de despedirse se vuelven relevantes. Acepta que contiene “contradicciones internas” y que considera que “pide (...) que se monumentalicen las huellas de ese borrarse” y que “se haga una ceremonia de la ausencia de ceremonia,(...)”[11], al final califica la solicitud del escritor como “la intempestividad de un excéntrico que se equivoca de época”[12]Como entender entonces a Derrida que dos siglos después, en otro lenguaje y desde otras circunstancias pide algo parecido, una “ceremonia en ausencia de ceremonia” que permita su olvido en un recuerdo alegre y fugaz.

4. EL PENSAMIENTO Y LAS APORÍAS

Para acercarnos a una posible respuesta, si es que la hay, debemos partir de lo que para Derrida es la función principal del pensamiento. Su sentido aporético, o sea, la capacidad racional de encontrar sus propios límites. Las dudas como elementos fundantes del propio razonamiento. No la incertidumbre, ni la duda metodológica cartesiana, a lo que se refiere el pensador argelino es a la posibilidad de entender a partir del reconocimiento de los límites y las contradicciones de nuestro entendimiento. Él define “aporía” como “una experiencia interminable” y agrega que “ésta debe permanecer como tal si se quiere pensar, hacer que advenga o dejar que venga algún acontecimiento de decisión o de responsabilidad.”[13]

El filósofo sostiene que la riqueza del pensamiento radica en la crítica, en la posibilidad inagotable de evadir el cerco que se cierra por la misma dinámica argumentativa. La experiencia humana, según esta aproximación, debe encontrarse más allá de los límites que establece el correcto ejercicio de la razón.

5. RECAPITULANDO

Como una parada a mitad de camino, para colocar todas las piezas que han resultado de estas reflexiones, nos detendremos para hacer un inventario. Por un lado el judío pasó a ser un “marrano paradójico”, un individuo que se identifica con aquellos otros que por distintas circunstancias han quedado excluidos de toda tradición y definen la suya, radicalmente sólo suya, como una expresión creativa de resistencia a la exclusión.

Pasamos luego al momento en el que Jacques buscó dar su muerte a pesar de pensar que nadie lo podía hacer. Esta presentación se complicó aun más al recuperar sus comentarios críticos sobre la herencia del Marques de Sade donde lo calificó de “un excéntrico que se equivoco de época” por haber solicitado algo parecido a lo que él haría, pedir una ceremonia que cancele la ceremonia y un olvido que haga memoria.

Por último hemos enmarcado todo esta dispersión dentro de una intencionalidad teórica a la que describimos a partir de lo que Derrida llama “aporías”. Continuaremos el itinerario, pero avanzando en el sentido inverso, buscaremos recolocar las piezas en busca de ese sentido trascendente al que debe apuntar el desmantelamiento.

6. DAR LA MUERTE Y LA RESPONSABILIDAD

Cuando Jacques decide escribir una nota para liberar a sus seres queridos del duelo y les pide que sean felices, se está haciendo responsable de ellos, busca darle un sentido a su vida ante la muerte, se hace responsable de ella y se las da a los otros. Como ya se ha señalado, este acto de responsabilidad frente a la finitud nos conduce a una serie de aporías.

La finitud, entendida como absoluta, cancela toda lógica de trascendencia. Después del fin ya no hay más, ni más-allá ni más-acá, por otro lado, la permanencia cancela el fin, lo hace relativo, le quita su especificidad. Desde esta perspectiva pensar que el fallecido no se ha extinguido del todo le quita a la muerte su ser muerte. La memoria del difunto la destruye porque le quita su sentido definitivo. Para el que va a perecer la supervivencia de los demás deja de tener relevancia ante el fin radical. Con su extinción se termina todo porque no hay más. La responsabilidad en cambio, transita en sentido contrario, hay responsabilidad porque hay “otro” radicalmente “otro”, porque hay trascendencia. Considerar a los que sobreviven implica suponer que algo permanece después de la propia muerte. Que el fin no lo es del todo.

Frente a la muerte como fin radical y como cancelación de toda trascendencia surge la primer aporía. La conciencia se encuentra, como diría Rosenzweig,[14] con la imposibilidad de verse a sí mismo como nada. No se trata de una consideración especulativa, la imposibilidad de la nada se experimenta a pesar de toda racionalidad posible. El “yo”, no puede experimentarse como “nada”. Al intentar concebir su disolución, su extinción, su borramiento, siempre queda “algo”. No le es posible reducirse a “nada”. En el silencio de esta aporía existencial, la contundencia de la conclusión racional se resquebraja. Al enfrentar la posibilidad de una cancelación total del todo la trascendencia aparece nuevamente en el horizonte.

La segunda aporía se relaciona con la responsabilidad. La trascendencia se orienta hacia el “otro” radicalmente “otro”, pero como podrá distinguirlo aquel que no es radicalmente “uno”. Es la experiencia de la muerte, de la finitud absoluta la que encuentra al individuo con su ser uno y único, la que le confiere su singularidad. La otredad del “otro” adquiere sentido al experimentar la soledad radical.

La muerte marca estos dos momentos simultáneos y contradictorios. Sin trascendencia no hay fin radical y sin terminación absoluta no hay otredad. No hay responsabilidad sin la muerte y no hay fin sin ser para los otros. En el momento en el que se experimenta este choque de sentidos al interior de la experiencia singular, surge la motivación de “dar la muerte” como un regalo paradójico. Es ahí donde se comprende el sacrificio. No hay una secuencia, ni un primero ni un después, al mismo tiempo que se asume la soledad radical adquiere sentido la responsabilidad por los que quedan.

Pero esta no es la finitud que expresa la razón filosófica ni la trascendencia de la fe religiosa. Es la respuesta existencial de un absoluto individualismo de la fe que se acompaña de un pensamiento radicalmente crítico. Surge en esa rebelión a la cultura que Derrida a denominado “marranismo paradójico”.

7. LA MUERTE AL SERVICIO DE LA TRADICIÓN

La muerte para la cultura tiene una dimensión distinta de la que tiene para el individuo, es parte de una tradición. En la extinción de sus individuos construye la cultura su permanencia. Mientras que para cada uno, el experimentar la propia finitud conduce a una soledad radical y a una responsabilidad absoluta, para el conjunto social la muerte de alguien es una oportunidad para la cohesión, el borramiento de lo singular y la transvaloración de la responsabilidad por culpa. Aquí es donde nacen los rituales fúnebres y las distintas formas de hacer los duelos. Es aquí donde se hace de la memoria un instrumento de control destinado a perpetuar el lugar del “deudo”.

El fallecido ha quedado silenciado, no sólo por su desaparición física y la descomposición o desintegración de su cuerpo, la sociedad se apropia de su finitud y la recicla para sus propios intereses. La tradición lo despoja de su derecho a ser “uno” más allá de rituales y oraciones, lo entierra en el olvido de la “fosa común del recuerdo indistinto” mal llamado memoria.

8. DAR LA MUERTE POR UN MARRANO PARADÓJICO.

Derrida se definió a sí mismo como un marrano paradójico. La figura del cripto-judío es retomada por él para representar un espacio de la condición humana que va más allá de la definición de un momento histórico. Él define al marrano de la siguiente mera:

“[...]Si se llama marrano, figuradamente, a cualquiera que permanezca fiel a un secreto que no ha elegido, allí mismo donde habita, en casa del habitante o del ocupante, en casa del primer o del segundo arribante, allí mismo en donde reside sin decir no pero sin identificarse con la pertenencia, pues bien, en la noche sin contrario en donde lo mantiene la ausencia radical de cualquier testigo histórico, en la cultura dominante que, por definición, dispone del almanaque, dicho secreto conserva al marrano antes incluso de que éste lo guarde a él.”[15]

Para comprender mejor esta figura tomemos el ejemplo histórico, pensemos en los criptojudíos que habitaron estas tierras hace varios siglos. El criptojudío fue un hombre que ante la sociedad católica debía practicar todos y cada uno de los rituales que esta religión le demandaba y debía evitar cualquier conducta que lo identificara como judío. Por el otro lado, en la clandestinidad buscaba cumplir, lo más y mejor posible, con los rituales judíos.

Debía aparecer en todas las ceremonias religiosas, misas, bodas, comuniones. Conocer los rezos, confesarse, comulgar, debía casarse ante un sacerdote católico, bautizar a sus hijos, enterrar a sus muertos en sepultura cristiana. Debía comer públicamente cerdo y alimentos prohibidos para el judaísmo, no debía guardar el sábado, ni circuncidar a sus hijos, no podía pronunciar palabras en hebreo ni demostrar ninguna simpatía por los que habían sido acusados de judaizantes.

El ritual y la oración que debía seguir el criptojudío eran de la fe que abominaba, mientras que la que callaba y a la que renunciaba era aquella que pronunciaba en silencio, la que guardaba en secreto. Un marrano le regalaba a sus seres queridos su muerte permitiendo ser enterrado en lo que él consideraba rituales y oraciones idólatras, para protegerlos de los tentáculos de la inquisición. Lo que le daba fuerza es aquella fe guardada en secreto, en soledad como el último y el único judío.

9. A MANERA DE CONCLUSIÓN

La figura histórica del criptojudío ejemplifica lo que Derrida describe como “marranismo paradójico” y su manera de entender aporeticamente el “dar la muerte”. Ante la finitud radical, frente a esa experiencia de la singularidad total, todos los rituales y oraciones se muestran como lo que son, manifestaciones culturales de una culpa que exige su cuota hasta el último de los momentos. Nadie parece poder escapar, porque si el moribundo no cumple, la deuda les queda a sus seres queridos. Quien no se somete a los dictámenes de la tradición es víctima de los mecanismos opresivos de la culpa.

Derrida acepta ser considerado judío, sólo si entendemos el judaísmo como criptojudaísmo, o sea, como espacio histórico de resistencia. Como espacio sin lugar que acoge a todos los exiliados de la historia, de todas las culturas, que viven y mueren ocultando sus secretos. Jacques nos dio su muerte como corolario aporético de su vida. Sin “rituales ni oraciones”, sin sentimientos de culpa, sin adeudos interminables e impagables con la cultura dominante que reditúa con ella.
A la manera “marrana” pidió un ritual del no ritual, una plegaria que desconstruyera las oraciones. Como respuesta a su solicitud, y ya que se trata de un homenaje, regalémosle a él y a todos los que nos han “dado su muerte”, una sonrisa que exprese que preferimos la vida y reafirmamos sin descanso la supervivencia.

BIBLIOGRAFÍA

1. Derrida Jacques, Adiós a Emmanuel Lévinas; Palabras de Acogida, Traducción de Julián Santos Guerrero, Trota, Madrid, 1998
2. Derrida Jacques, Aporías; Morir-esperarse (en) <> Traducción de Cristina de Peretti, Piados, Buenos Aires, 1998
3. Derrida Jacques, “Confesar- Lo Imposible. <>Arrepentimiento y Reconciliación ” Versión castellana de Patricio Peñalver, en, La Filosofía después del Holocausto; Edición Confiada al Cuidado de Alberto Sucasas, Riopiedras Ediciones, Barcelona 2002. pp. 149-181
4. Derrida Jacques, Dar la Muerte, traducción de Cristina de Perretti y Paco Vidarte, Piados, Barcelona, 2000.
5. Derrida Jacques, Derrida Jacques, en Salut à Jacques Derrida, Revista del Collège International de Philosophie, Número 48, Presses Universitaires de France, París, 2005.
6. Derrida Jacques Mal de archivo; Una impresión Freudiana, Traducción de Paco Vidarte, Editorial Trota, Madrid, 1997
7. F. Rosenzweig. La Estrella de la Redención, traducción de Miguel García-Baró, primera edición en alemán en 1921,Sígueme, Salamanca, 1997.
Notas
[1] J. Derrida, “Confesar- Lo Imposible. <>Arrepentimiento y Reconciliación ” en, La Filosofía después del Holocausto; Edición Confiada al Cuidado de Alberto Sucasas, Riopiedras Ediciones, Barcelona 2002. pp. 149-181.Ponenecia presentada en el <> (París), diciembre 1998 Versión castellana de Patricio Peñalver. pp. 162
[2] Ibidem
[3] Ibid. pp. 162-163
[4] Ibid. 163
[5] Iibidem
[6] J. Derrida, Dar la muerte, traducción de Cristina de Perretti y Paco Vidarte, Piados, Barcelona, 2000. p.49
[7] J. Derrida, Derrida Jacques, en Salut à Jacques Derrida, op. cit.
[8] Ibidem. La palabra final del primer texto, la survie, que traduje supervivencia, tiene el sentido de sobrevivir físicamente, como en español, pero también alude a la vida después de la muerte. En español esa segunda posibilidad exige explicitarla, como en la expresión “sobrevive en el recuerdo”, o en “la vida que sigue a la terrenal”, según las creencias religiosas. En francés está implícita. N.T.
[9] Publicada en: J. Derrida Aporías; Morir-esperarse (en) <> Traducción de Cristina de Peretti, Piados, Buenos Aires, 1998.
[10] Ibid. nota 9, p.86. La cita no es directa, lo que se está citando es Philippe Ariès, El hombre ante la muerte, p. 292
[11] Ibid. p.86
[12] Ibid. p.87
[13] Ibid. p.36
[14] F. Rosenzweig. La Estrella de la Redención, traducción de Miguel García-Baró, primera edición en alemán en 1921, Sígueme, Salamanca, 1997. p.44

[15] J. Derrida Aporías; Morir-esperarse (en) <> op.cit. pp.129-130

[*] Esta ponencia se presentó el día 9 de noviembre del 2005 en el “Coloquio Internacional sobre Humanismo en el Pensamiento Judío” organizado por la Universidad Iberoamericana de México, el cual se le dedicó a Jacques Derrida. N.A.
[**] J. Derrida, Derrida Jacques, en Salut à Jacques Derrida, Traducción María Isabel Hernández Guerra, Revista del Collège International de Philosophie, Número 48, Presses Universitaires de France, París, 2005. p.6 Quiero agradecer al Dr. Roberto Castro por haberme facilitado este material.

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